Viniendo por la noche en el autocar de Santiago a Maitencillo, a oscuras, una señora vieja vestida de negro me despeja (iba yo con los ojos cerrados) desde el otro lado del pasillo. Se inclina para acercarse a mí y me dice con una sonrisa empalagosa que si quiero de su lata de bebida (de la que ella había estado bebiendo). “Mi vida, está limpiecita”. Me dio tanto miedo su mirada (no sé que fuerza rara tenía) que le contesté rápidamente para no tener que mirarla más. Pero ella insistía con lo mismo, y yo insistía en que no quería, mirándola medio de reojo. “Y el joven?” (Edmundo, a mi lado junto a la ventana). “Está durmiendo”, le digo. “No gracias, no gracias”. Qué miedo me dio. La muerte, pensé.
Esta señora iba sentada en una butaca que nos correspondía a nosotros en realidad. Cuando compramos nuestros dos asientos en la estación, el vendedor nos dijo -curiosamente- que se permitía recomendarnos los números 23 y 24 (creo que eran), pues estaban “a la sombra”. Nos los mostró en la pantalla. Asentimos. Cuando entramos en el autocar no se podía leer bien el número de los dos asientos que correspondían con los de la pantalla. La tinta estaba como corrida. De pronto se acerca despacio un tipo con gorra desde el fondo (el bus estaba vacío, salvo por él y su esposa, echada a la bartola justo en el asiento delante de los nuestros, matando el tiempo hasta que el bus saliera). El tipo nos dice que los números que buscábamos estaban al otro lado del pasillo. Miramos y, qué raro, pero sí. Se rompía toda la serie lógica: alguien había escrito a mano 23 y 24. Nos sentamos sin pensarlo más (un modo de falá, pues yo seguí muy extrañada).
Después llegó la señora de negro y se sentó en uno de ´nuestros ´ asientos, junto a la ventana (luego se sentaría en el otro). Ocurrió lo que ya conté. Finalmente ella se bajó en la carretera, en mitad de la noche.
Al día siguiente murió la madre de Edmundo.